NUMB3RS

6.700, son los millones de mangos que, con bombos y platillos, se anunció este mediodía que se le abonarían al Club de París para cancelar la deuda argentina. Cash.
6, son los ñatos que a partir de hoy van a ver crecer las flores desde abajo después de un intenso tiroteo por las calles de Yankylandia.
80, son los kilos de merca que secuestró la Bonaerense en el último operativo antidrogas.
23, son las vidas que se cobró hasta ahora el huracán Gustav, que según me han contado unos peces tropicales amigos ha atemperado su furia al tocar tierra en Haití, donde se cargó a 15, y en República Dominicana donde se llevó puestos a otros 8.
21.600, son los evacuados en Cuba, hacia donde se dirige Don Gustavo, ahora débil y lento, a unos 119 km/h, dejando su orgullosa condición de huracán por la más humilde y adecuada identidad de ciclón, según anuncian los expertos del Instituto de Meteorología Cubano.
Haciendo cuentas con los dedos me asaltó el recuerdo de L.F. Richardson, un meteorólogo británico que, en sus ratos libres, era un aficionado a la guerra. No es que le gustara combatirse con los vecinos, sino que, en su condición de científico, se entretenía encontrando patrones matemáticos similares entre la meteorología y los pasatiempos de Ares... cuando le dá por jugar a los muñecos con los animales humanos.
El bueno de Richardson juraba que no estaba chupado cuando descubrió que hay paralelos intelectuales entre la guerra y la meteorología. Y acodado en la barra, mientras revolvía el cubito con el dedo en el vaso de scotch, sostenía que los dos son complejos y los dos presentan regularidades, implicando con ello que no son fuerzas implacables sino sistemas naturales que pueden comprenderse y controlarse.
Sistemas naturales...
Para comprender la meteorología global hay que reunir primero un gran conjunto de datos; hay que descubrir cómo se comporta realmente el clima. Richardson decidió que el sistema para llegar a comprender la guerra debía ser el mismo; y ahí nomás reunió datos sobre centenares de guerras ocurridas en nuestro cascoteado planeta entre 1820 y 1945.
Richardson se murió amargado, como era de esperarse. Poco después, los resultados de su estudio se publicaron en una obra llamada Las Estadísticas de las disputas mortales, donde Richardson intentaba predecir, no vaya a ser cosa que te agarre con los pantalones bajos, cuánto tiempo cabría esperar para que una guerra se lleve un número determinado de víctimas y para ello definió un índice, M, la magnitud de una guerra, la medición del número de muertes inmediatas que causa. Así, una guerra de magnitud M= 3, podría ser una simple bocindanga un sábado a la tarde a la salida de un partido de Chaca, que se cargaría a unos mil ñatos (10 ³). Y así sucesivamente elevando la base 10 a la magnitud M (10 ^M) para ir calculando los vajes que va a tener que hacer la morguera.
Richardson observó que al tumbado de Ares le daba más veces por romper pocos muñecos que por romper muchos, de la misma manera como es más probable que te agarre un chaparrón sin las galochas a que un huracán te vuele el peluquín hasta el pueblo vecino.
Richardson tomó sus escuadras e invocando el espíritu de Don Reneé metió los datos en un par de ejes cartesianos; en el eje X representó, de 0 (donde no se muere nadie) a 10 (donde la rabieta de Ares se carga a toda la Humanidad) la magnitud de la guerra (M). Con los muertos contados trazaba una perpendicular al punto del eje X donde éstos se amontonaban.
En el eje Y, representaba el tiempo de espera. Como es costumbre en estos casos, la cosa se define con una función cuadrática, donde la curva corta a la perpendicular al eje X antes trazada tenemos el tiempo de espera para que la joya del sistema solar se convierta en un plácido camposanto.
Según los cálculos de Richardson, una guerra convencional, partiendo de 1820 donde inició su estudio, tardaría unos mil años en llegar a ser un conflicto de magnitud M = 10. Eso fue hasta 1945.
Hiroshima y Nagasaki cambiaron la forma como caerían los dados de Richardson, acortando enormemente el rango. Tal es así, que a partir de 1945 las posibilidades de llegar a presenciar un conflicto de M= 10 se ubicaban en un rango de 100 años para la mínima y los mil años antes caculados para la máxima.
De 1945 a 2008 pasaron 63 de esos 100 años.
Tenemos aquí un conflicto entre nuestras pasiones y lo que suele llamarse nuestra mejor naturaleza; la eterna batalla entre la primitiva parte reptiliana de nuestro cerebro, el complejo R, encargada de las rabias asesinas, y las partes del cerebro mamíferas y humanas evolucionadas -no nos vamos a poner a discutir sobre creacionismo a esta altura de la soireé- más recientemente, el sistema límbico y la corteza cerebral. Cuando los hombres vivían en pequeños grupos, cuando nuestras armas eran relativamente modestas, un guerrero por rabioso que estuviera sólo podía cargarse a unos cuantos enemigos antes que lo durmieran de un garrotazo. A medida que la tecnología mejoró, mejoraron también los medios de guerra. En el mismo período de tiempo también hemos mejorado. Hemos intentado ir atemperando con la razón a nuestro iracundo lado lagarto. Hemos, aunque no quieras creerme, mejorado a una escala planetaria algunas injusticias que hasta hace poco eran globales y endémicas. Pero el lagarto verde no descansa y nuestras armas pueden matar ahora a miles de millones de personas. Una sola ojiva nuclear de 2 megatones, un petardo promedio, equivale en poder de destrucción a todas las incursiones de todos los bombarderos, de uno y otro bando, que arrojaron bombas convencionales a lo largo de los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial. Para 1989,cuando cayó el Muro de Berlín, arrastrando entre sus escombros a la Unión Soviética, los misiles balísticos intercontinentales de ambas superpotencias apuntaban a 15.000 objetivos estratégicos. 10.000 megatones, capaces de vaporizar a 100.000.000.000 de seres humanos; en ese entonces la población mundial alcanzaba apenas a los 5.000 millones. El equivalente a una bomba revientamanzanas por cada familia del planeta. Una Segunda Guerra Mundial por cada segundo durante una tarde de ocio del muy reptiliano de Ares.
Richardson sostenía, además, que las guerras y los episodios de homicidio eran parte de un mismo continuo, y que si extendiésemos la curva hacia el cero, podríamos calcular la frecuencia con la que algún ser humano asesina a otro en nuestro planeta. 5 minutos.

¿Hemos mejorado lo suficientemente rápido?
¿Estamos enseñando la razón del modo más eficaz posible?
¿Hemos estudiado y analizado valientemente las causas de la guerra?
¿Cuántos barriles de petróleo vale una vida?.
¿Hasta cuándo vamos a seguir siendo juguetes de Ares?


Lo más lógico hubiese sido ilustrar estas divagaciones matemáticas con la foto de una explosión termonuclear en algún perdido atolón de Bikini, pero se me ocurre que sería mejor apelar al arte, esa maravillosa expresión de sensibilidad de la que, paradójicamente, también somos capaces los seres humanos... y elegí este tema de Tom Waits, Soldier's Things; que viene al caso.

Y esta es la letra, para ir pensando...

Soldier's Things (Tom Waits)

Davenports and kettle drums
And swallow tail coats
Table cloths and patent leather shoes
Bathing suits and bowling balls
And clarinets and rings
And all this radio really
Needs is a fuse
A tinker, a tailor
A soldier's things
His rifle, his boots full of rocks
And this one is for bravery
And this one is for me
And everything's a dollar
In this box

Cuff links and hub caps
Trophies and paperbacks
It's good transportation
But the brakes aren't so hot
Neck tie and boxing gloves
This jackknife is rusted
You can pound that dent out
On the hood
A tinker, a tailor
A soldier's things
His rifle, his boots full of rocks
Oh and this one is for bravery
And this one is for me
And everything's a dollar
In this box.